El gran mercado o tianguis de Tlatelolco se ubicaba al suroeste del Templo Mayor de la ciudad; en efecto, esta importante institución de carácter económico operaba en un gran espacio al aire libre donde se reunían compradores y vendedores; había alrededor numerosas habitaciones que eran utilizadas como bodegas y depósitos.
Para mantener el control en el interior del mercado, los tres gobernantes del tianguis cuidaban que todos los puestos estuvieran perfectamente ordenados conforme a los productos que se in ter cambiaban. Por un lado estaban los vendedores de animales, quienes ofrecían xoloizcuintles, o perros de los antiguos mexicanos, conejos, mapaches, armadillos, tejones y tortugas; mientras que otros vendían pájaros con plumajes de gran colorido; allí también podían obtenerse aves de rapiña, serpientes y carne de venado, siempre presente en los banquetes de la nobleza.
En otra sección del mercado estaban los puestos de comida preparada, donde las diligentes cocineras palmeaban las nutritivas tortillas que acompañaban los guisos de frijoles y chile; ellas ofrecían además tamales y atole, así como ricos tlacoyos rellenos de haba y frijol. Estas rudimentarias fondas satisfacían las necesidades tanto de los vendedores como de la clientela en su cotidiana visita al mercado.
Para mantener el control en el interior del mercado, los tres gobernantes del tianguis cuidaban que todos los puestos estuvieran perfectamente ordenados conforme a los productos que se in ter cambiaban. Por un lado estaban los vendedores de animales, quienes ofrecían xoloizcuintles, o perros de los antiguos mexicanos, conejos, mapaches, armadillos, tejones y tortugas; mientras que otros vendían pájaros con plumajes de gran colorido; allí también podían obtenerse aves de rapiña, serpientes y carne de venado, siempre presente en los banquetes de la nobleza.
En otra sección del mercado estaban los puestos de comida preparada, donde las diligentes cocineras palmeaban las nutritivas tortillas que acompañaban los guisos de frijoles y chile; ellas ofrecían además tamales y atole, así como ricos tlacoyos rellenos de haba y frijol. Estas rudimentarias fondas satisfacían las necesidades tanto de los vendedores como de la clientela en su cotidiana visita al mercado.
Traídos desde las costas, los pescados eran ofrecidos sobre hojas de palma que los mantenían frescos; conocido es, a través de las crónicas históricas, el gusto que Moctezuma tenía por este tipo de alimento, el cual llegaba diariamente a su mesa.
Los jitomates, la chía, el maíz en grano o en mazorca, los frijoles, las calabazas y, naturalmente, los chiles, se ofrecían a la clientela en puestos especializados en vegetales y legumbres, lo mismo que la fruta, traída principalmente de las tierras calientes, donde el clima era propicio para su crecimiento y maduración.
Los jitomates, la chía, el maíz en grano o en mazorca, los frijoles, las calabazas y, naturalmente, los chiles, se ofrecían a la clientela en puestos especializados en vegetales y legumbres, lo mismo que la fruta, traída principalmente de las tierras calientes, donde el clima era propicio para su crecimiento y maduración.
Había en el mercado gente dedicada al transporte de las mercancías, eran los tamemes o cargadores, quienes realizaban su pesada labor sosteniendo sobre sus espaldas el cargamento, ayudados de cestas y costales.
En este mercado nativo se hallaban también los puestos donde se expendían toda clase de hierbas, animales y diversos polvos, e inclusive rocas, que se utilizaban con fines medicinales; ésta era la sección donde los curanderos mexicas practicaban sus artes terapéuticas. Además, con dichos materiales y sustancias también se realizaban actividades de hechicería.
Había comerciantes especializados en la cerámica, tanto de uso cotidiano —que se distinguía por sus diseños en color negro sobre el barro amarillento, y que adquiría formas diversas para el hogar, como ollas, jarras, jícaras, platos, copas y otros— como de uso suntuario, exclusiva para las mesas de los nobles, destacando los recipientes que procedían de Texcoco, decorados con llamativos dibujos sobre pintura roja muy pulida, y las vasijas policromas de Cholula, de la región tlaxcalteca y del mundo mixteco.
Los pigmentos y minerales, así como los pinceles con que trabajaban los artistas mexicas, también podían ser adquiridos en el mercado, en los puestos donde se expendía toda la gama de colorantes de los más variados tonos y texturas. Con ellos cobraban vida los muros de la ciudad, los cuerpos de los hombres, los textiles y los manuscritos pictográficos.
En cuanto a los textiles, éstos se tejían en telares de cintura, y en el mercado se ofrecían, principalmente, aquellos trabajados con hilo de algodón, a los que se agregaban, entretejidos, cuentas de jade, caracolillos, plumas y piel de conejo. Con esos textiles se confeccionaba la vestimenta de los habitantes de Tenochtitlan y Tlatelolco: el quechquémitl, el huipil y el enredo o falda —para las mujeres— y el máxtlatl y la tilma —para los varones—. Estas prendas, de acuerdo con la jerarquía social del individuo, eran ornamentadas con vistosos diseños geométricos, simbólicos o naturalistas, logrados mediante la utilización de llamativos colores.
El mercado de Tlatelolco tenía una sección, en su parte central, dedicada a la venta de artículos que sólo los nobles o pipiltin podían adquirir; allí se ofrecían los cactli, o sandalias, que daban identidad jerárquica, siendo ésta la primera indicación que diferenciaba a un pipiltin de un macehualtin.
También se expendían objetos y materiales de gran valor traídos desde tierras lejanas por las caravanas de pochtecas, como las plumas de quetzal, de guacamaya y de otras aves exóticas; los metales preciosos y las piedras que eran muy estimadas, como la turquesa y el jade. La joyería y los ornamentos ya trabajados se ofrecían también para el uso exclusivo de la nobleza; el jade, el oro y la plata se transformaban en pulseras, collares, diademas, pectorales, bezotes y anillos, por obra de los orfebres.
Como hemos mencionado, el mercado tenía sus propios gobernantes, quienes fungían a su vez como los jueces supremos que cuidaban del buen funcionamiento de la institución. Bajo su mando estaban los guardianes del orden, guerreros pochtecas que se identificaban por sus peinados, sus vestimentas y su elegante abanico. Ellos eran los únicos que podían deambular por el mercado con sus armas.
El tianguis de Tlatelolco era además el principal centro de reunión del pueblo; allí acudía la gente a enterarse de las noticias más sobresalientes de los alrededores y a verse con los amigos; y era asimismo el lugar a donde iban los padres de los jóvenes y los casamenteros a buscar, entre las jóvenes solteras, la futura esposa de sus hijos; con algo de suerte, los asistentes al mercado podrían encontrarse incluso con el joven transformado en Tezcatlipoca, quien ricamente vestido paseaba por el lugar, custodiado por sus ayudantes y guardianes; este personaje sería durante todo un año la imagen viva del dios.
En este mercado nativo se hallaban también los puestos donde se expendían toda clase de hierbas, animales y diversos polvos, e inclusive rocas, que se utilizaban con fines medicinales; ésta era la sección donde los curanderos mexicas practicaban sus artes terapéuticas. Además, con dichos materiales y sustancias también se realizaban actividades de hechicería.
Había comerciantes especializados en la cerámica, tanto de uso cotidiano —que se distinguía por sus diseños en color negro sobre el barro amarillento, y que adquiría formas diversas para el hogar, como ollas, jarras, jícaras, platos, copas y otros— como de uso suntuario, exclusiva para las mesas de los nobles, destacando los recipientes que procedían de Texcoco, decorados con llamativos dibujos sobre pintura roja muy pulida, y las vasijas policromas de Cholula, de la región tlaxcalteca y del mundo mixteco.
Los pigmentos y minerales, así como los pinceles con que trabajaban los artistas mexicas, también podían ser adquiridos en el mercado, en los puestos donde se expendía toda la gama de colorantes de los más variados tonos y texturas. Con ellos cobraban vida los muros de la ciudad, los cuerpos de los hombres, los textiles y los manuscritos pictográficos.
En cuanto a los textiles, éstos se tejían en telares de cintura, y en el mercado se ofrecían, principalmente, aquellos trabajados con hilo de algodón, a los que se agregaban, entretejidos, cuentas de jade, caracolillos, plumas y piel de conejo. Con esos textiles se confeccionaba la vestimenta de los habitantes de Tenochtitlan y Tlatelolco: el quechquémitl, el huipil y el enredo o falda —para las mujeres— y el máxtlatl y la tilma —para los varones—. Estas prendas, de acuerdo con la jerarquía social del individuo, eran ornamentadas con vistosos diseños geométricos, simbólicos o naturalistas, logrados mediante la utilización de llamativos colores.
El mercado de Tlatelolco tenía una sección, en su parte central, dedicada a la venta de artículos que sólo los nobles o pipiltin podían adquirir; allí se ofrecían los cactli, o sandalias, que daban identidad jerárquica, siendo ésta la primera indicación que diferenciaba a un pipiltin de un macehualtin.
También se expendían objetos y materiales de gran valor traídos desde tierras lejanas por las caravanas de pochtecas, como las plumas de quetzal, de guacamaya y de otras aves exóticas; los metales preciosos y las piedras que eran muy estimadas, como la turquesa y el jade. La joyería y los ornamentos ya trabajados se ofrecían también para el uso exclusivo de la nobleza; el jade, el oro y la plata se transformaban en pulseras, collares, diademas, pectorales, bezotes y anillos, por obra de los orfebres.
Como hemos mencionado, el mercado tenía sus propios gobernantes, quienes fungían a su vez como los jueces supremos que cuidaban del buen funcionamiento de la institución. Bajo su mando estaban los guardianes del orden, guerreros pochtecas que se identificaban por sus peinados, sus vestimentas y su elegante abanico. Ellos eran los únicos que podían deambular por el mercado con sus armas.
El tianguis de Tlatelolco era además el principal centro de reunión del pueblo; allí acudía la gente a enterarse de las noticias más sobresalientes de los alrededores y a verse con los amigos; y era asimismo el lugar a donde iban los padres de los jóvenes y los casamenteros a buscar, entre las jóvenes solteras, la futura esposa de sus hijos; con algo de suerte, los asistentes al mercado podrían encontrarse incluso con el joven transformado en Tezcatlipoca, quien ricamente vestido paseaba por el lugar, custodiado por sus ayudantes y guardianes; este personaje sería durante todo un año la imagen viva del dios.
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